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El tiempo en ese café de 1858

El tiempo está roto. Es un día de fin de semana, es junio, falta poco para el invierno y la tibieza blanca que da el calor aún está aquí. Se siente en el rostro. La calle muestra esa ruptura: ...

El tiempo está roto. Es un día de fin de semana, es junio, falta poco para el invierno y la tibieza blanca que da el calor aún está aquí. Se siente en el rostro. La calle muestra esa ruptura: camisas de manga larga, musculosas, bermudas, faldas, abrigos, corderoy, botas, adultos, niños. Es un enjambre. El tiempo está roto y en la entrada de este café todavía más. Son dos tiempos los desalineados. El frío que no es, y la fachada y las placas en la pared, el escudo –en rojos, azules y dorados, las iniciales c y T, el papel con la pluma, la paleta del pintor, la corona por encima– y la puerta principal que quedó apenas abierta y resulta una hendija para apuntar la mirada y meterse en el recuerdo de una época que no es esta. En la fila para entrar y sentarse a beber algo, a un sitio como este no se accede sin espera, una mujer que no habla en argentino busca quebrar aún más el orden con una lata de cerveza que toma sin gracia.

Es un horario cualquiera y sobre esta avenida que se lee de arriba hacia abajo no hay ruidos. El tránsito está cortado. Si alguien se posara sobre el cordón de la vereda y mirara primero a un lado, luego al otro, podría imaginar lo que quisiera. La calle, limpia, parece infinita y posible. Pensar hacia atrás de este modo resulta más simple. así deben haber sido, así, con más humo, menos colores, sin celulares, con más voces, los otros años.

Para entrar hay que recibir la orden. Un hombre flaco dice mesa para dos, para cuatro, los que sean, y habilita. Abre la puerta de una hoja, la del costado, y entonces los ojos se llenan de cosas. Primero de madera y después lo demás: las mesas redondas de mármol, las sillas de cuero, los cuadros pintados (colectivos, barcos, flores), los vitreaux en el techo, las arañas que cuelgan. Los retratos: Ernesto Sabato, Tita Merello, Albert Einstein, los personajes que estuvieron aquí mismo, en este local fundado en 1858 (Juan Manuel de Rosas estaba vivo) –que era este pero era otro–. Las tortas en el aparador, las estatuas al fondo, cerca del baño de damas, Alfonsina Storni, Carlos Gardel (el cantante que tenía mesa reservada a su nombre todos los días) y Jorge Luis Borges. Los salones apartados, uno derecho al fondo, uno a la izquierda con el cartel, un subsuelo para la música, los mozos de pantalones negros, camisa blanca, saco negro y moño al cuello, las mozas al tono, las lámparas de vidrios de colores en cada rincón y de vez en cuando otra ruptura: el dibujo del lugar dentro del lugar, ese juego, en loop. En el menú la leche de almendras destroza el intento de cambiar el tiempo, pero no importa, son tantos los adornos y las fotos y la escultura y los carteles que en esa multitud, con atención, se encuentra algo de realidad. En el vacío sería imposible.

La mujer que bebía cerveza afuera está sentada en una de las mesas del centro del salón. Alza una copa de champagne y brinda con su compañera de ocasión. Los dientes en sonrisa, discreta. Llama al hombre de la puerta para que le saque una foto con su teléfono (en este lugar que arrancó cuando el tendido eléctrico era privilegio de pocos) y alza de nuevo la copa en un gesto que quiere guardar. El café como una cosa para llevarse a casa. Un souvenir. Como ella el resto: el hombre llegado del País Vasco, la pareja que visita desde una provincia norteña, la familia del conurbano, los dos jóvenes en camiseta de fútbol.

Es tanta la gente que el tiempo adentro debe ser breve. Si no, si las personas se distraen y se quedan, se nota el artificio. Esto ya no es lo que era, no es un café, es más o es otra cosa. Es una manera de ver el mundo, un mundo, que ya pasó. Que no va a volver. Que se rompió. “Viejo Tortoni, refugio fiel de la amistad junto al pocillo de café”, dice una placa en la entrada.

Fuente: https://www.lanacion.com.ar/cultura/el-tiempo-en-ese-cafe-de-1858-nid08062023/

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